El Tiempo es de Dios

viernes, 28 de mayo de 2010

Cómo refutar eficazmente a un evolucionista naturalista


Hay dos formas de rebatir la doctrina evolucionista naturalista: a través de argumentos científicos o a través de argumentos filosóficos. Personalmente creo que los argumentos filosóficos nos llevan a través de un camino más corto. Veamos brevemente el problema insoluble que el naturalismo plantea desde un punto de vista filosófico.

Todo aquel que asume una causa accidental e impersonal para el origen del universo, también debe asumir que no tiene nada que decir con respecto a las preguntas más relevantes de la existencia humana.

Como bien señaló el filósofo existencialista Jean Paul Sartre, ningún punto finito tiene significado a menos que tenga algún punto infinito de referencia. La frase “me estoy acercando”, no tiene sentido a menos que especifique el punto hacia el cual me dirijo.

Aquel que parte de la premisa de que no existe Dios, sino que somos el resultado de causas fortuitas, no posee ningún punto de referencia para saber si se acerca o se aleja en su interpretación de la realidad.

Fiedrich Nietzsche, el profeta de “la muerte de Dios”, se dio cuenta del problema: No se puede negar la existencia de Dios y al mismo tiempo afirmar que existe la moral, la razón y la lógica. Sin Dios no hay absolutos. Nietzsche lo dijo con estas palabras casi poéticas:

“¿Cómo pudimos vaciar el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hemos hecho después de desprender la tierra de la cadena de su sol? ¿Dónde la conducen ahora sus movimientos? ¿A dónde la llevan los nuestros? ¿Es que caemos sin cesar? ¿Vamos hacia delante, hacia atrás, hacia algún lado? ¿Erramos en todas direcciones? ¿Hay todavía un arriba y un abajo?”

Nietzsche vio el punto, aunque no tan claro como para cerrar sus labios o dejar de escribir. El que no sabe si avanza o retrocede, si sube o cae, ¿cómo puede dar sus opiniones tan categóricamente? Como bien señala R. C. Sproul: “El acto más consistente de los filósofos irracionales sería simplemente callarse la boca. Si ellos no pueden decir algo significativo (ya que no hay algo significativo que decir) ¿por qué continuar balbuceando? Sin embargo, ellos insisten en hablar y escribir.”

El naturalista tampoco puede explicar cómo es que el hombre, un ser puramente material y accidental, es capaz de pensar y razonar, y cómo esos pensamientos y razonamientos encajan con la realidad, también accidental, fuera de nosotros. El filósofo norteamericano Richard Taylor ilustra la naturaleza de este problema8. Supongamos que al llegar a cierto lugar, los pasajeros de un tren visualizan al pie de una colina un conjunto de piedras, ordenadas de tal manera que forman las siguientes palabras:

LA COMPAÑÍA DE TRENES BRITÁNICA
LE DA LA BIENVENIDA A GALES


Esa formación rocosa tiene dos explicaciones posibles: o se trata de un arreglo casual, producido por el viento, la lluvia y otros elementos naturales, que arrastraron estas piedras hasta alinearse de ese modo, o se trata de un arreglo intencional llevado a cabo con el propósito de transmitir información verdadera.

Ahora, supongamos que, basados en esa formación rocosa, los pasajeros infieren que ciertamente han llegado a Gales; en tal caso sería inconsecuente asumir que el arreglo de las piedras fue accidental; deberían concluir, necesariamente, que fueron posicionadas por alguien para transmitir un mensaje inteligible, porque hay una correspondencia verdadera entre las ideas que las palabras comunican y la realidad externa a ellas.

Si algún pasajero supone que esas piedras cayeron de la colina accidentalmente, como producto de un terremoto por ejemplo, entonces esas piedras no constituirían ninguna evidencia de que realmente están entrando a Gales.

El problema del naturalista es que, aunque él presupone que sus sentidos, y la realidad fuera de nosotros, son el producto accidental de fuerzas naturales no inteligentes, al mismo tiempo depende de sus sentidos para la información que él tiene del mundo y que asume como verdadera.

“Los naturalistas parecen estar atrapados en una trampa. Si son consistentes con sus presuposiciones naturalistas, deben asumir que nuestras facultades cognoscitivas son el producto de la casualidad, de fuerzas sin propósitos. Pero si esto es así, los naturalistas se muestran inconsistentes cuando colocan tanta confianza en esas facultades” (R. Nash).

Es revelador saber que el mismo Darwin luchó con este dilema: “En lo que a mí respecta, la duda horrible siempre se levanta en cuanto a si las convicciones del hombre, las cuales han sido desarrolladas desde la mente de un animal inferior, son de algún valor o en manera alguna confiables. ¿Confiaría alguien en la mente de un mono, si es que hay alguna convicción en esa mente?” Si nuestra mente es el producto de una fuerza ciega de la naturaleza, es inútil preguntarnos si el hombre es capaz de conocer la realidad fuera de sí mismo.

Como bien hace notar Richard Purtill, el naturalismo “destruye nuestra confianza en la validez de cualquier razonamiento – incluyendo el razonamiento que pudiera llevarnos a adoptar las teorías [naturalistas].”

Es a esto que C. S. Lewis llama “la ironía naturalista”: “Si el naturalismo es realmente cierto, entonces la creencia de que es cierto no puede ser sostenida racionalmente.” Por eso se ha dicho que el naturalista es un hombre que corta la rama en la que está sentado.

Ahora bien, noten que he titulado esta entrada: “Cómo refutar eficazmente a un evolucionista naturalista”, y no: “Cómo persuadir (o convencer) eficazmente a un evolucionista naturalista”. Ningún argumento, por convincente que sea, podrá por sí mismo persuadir o convencer a un incrédulo, porque su problema no es de índole intelectual, sino moral y espiritual.

Pablo señala en Romanos 1:18-22 que el incrédulo suprime la verdad en un acto de deshonestidad intelectual. A menos que Dios haga una obra en su interior abriéndole los ojos de su entendimiento e inclinando su corazón a la verdad, ningún hombre querrá venir humillado a los pies de Cristo en arrepentimiento y fe.

No obstante, debemos estar siempre preparados para presentar defensa “con mansedumbre y reverencia, ante todo el que demande razón de la esperanza que hay en nosotros” (1Pedro 3:15); pero no confiando en el poder del argumento, sino en el hecho de que el mismo Dios que en el principio dijo: “Sea la luz”, puede obrar en el corazón del pecador iluminando su entendimiento por medio de la Palabra predicada (2Cor. 4:6).

© Por Sugel Michelén. Todo pensamiento cautivo. Usted puede reproducir y distribuir este material, siempre que sea sin fines de lucro, sin alterar su contenido y reconociendo su autor y procedencia.

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